1/4/19


El pulóver azul, una historia de Malvinas


      El pulóver azul, una historia de Malvinas
Durante la guerra, Miguel Savage “robó” de una vivienda inglesa la prenda que lo hizo sentir en casa y le dio fuerzas cuando estaba al borde de la desnutrición. Lo devolvió 24 años después, momento en que conoció a Sharon Middleton, hija del dueño de la prenda. Dijo que al principio le costó entablar relación, pero que luego lograron trabar una gran amistad.
Hoy es 2 de abril y conmemoramos a los veteranos y caídos en aquella guerra absurda de Malvinas, el último zarpazo de ese monstruo que fue la última dictadura cívico-militar. Hay muchas historias que se pueden contar, pero elegimos esta de Miguel Savage porque representa nuestra manera de comprender aquél conflicto bélico y la soberanía argentina sobre las islas.

El pulóver azul
Esto ocurre al final de la Guerra. El 8 de junio. Ya estábamos en las últimas en cuanto a desnutrición, ahí tirados en los pozos esperando el ataque del Tercer Batallón de Paracaidistas que nos patrullaban en el Monte London, escenario del combate más sangriento donde más ingleses murieron. Y donde más cantidad de hermanos argentinos también cayeron. Estuvimos dos meses sin ingerir ningun tipo de alimento sólido, a mate cocido y caldo. Convivíamos con tres grandes problemas: el clima, los ingleses que nos atacaban en ese estado de moribundez y la inoperancia de nuestros jefes. Nos sentimos abandonados a la buena de Dios. Eramos soldados civiles, no profesionales.
En ese marco recibí la orden de ir junto a un sargento y cuatro colimbas a una estancia a unas tres horas de caminata de nuestra posición. Para eso tuvimos que cruzar a pie el Río Murray, recuerdo que el fal me pesaba. Sin saberlo caminábamos sobre líneas británicas y además en un campo propio minado –teníamos un planito con las minas pero había muchas dudas–. Años después me enteré que los soldados ingleses nos vieron, dieron orden de tirarnos con mortero pero recibieron contraorden para no afectar el factor sorpresa de su ataque. Llegamos a una casita con el fin de desactivar un equipo de radio. A mí me llevaron como intérprete porque manejaba un poco de inglés para negociar con ellos en caso de encontrarnos. Rodeamos la casa y el primero que entré, fui yo. Tuve que hacerlo a los gritos, en inglés, pidiéndole a quienes estuvieran allí que salieran pero por suerte no había nadie. La casa era muy linda, una estancia patagónica de madera y chapa. Estaba el Río Murray que se veía serpentear las sierras.
Cuando entré, sentí una gran paz por el olor a casa que había. Al venir de condiciones infrahumanas, una casa, limpia que es algo muy sencillo marcó la diferencia. Me alimenté con desesperación, me comí dos panes de manteca sola. Pudimos conseguir una caja de avena Quaker, unos fósforos y velas. Cuando revisé toda la casa seguí para arriba y en el cuarto matrimonial, que era muy lindo y prolijo como hostería de campo, sentí algo mágico. Abrí un cajón y me llamó la atención un pulóver azul, muy lindo que me llevé a la nariz. Tenía como el perfume de mi vieja prácticamente. Entré en un estado de ensoñación y sientí una gran paz. Recuerdo que me tiré de espalda a la cama, recé un Padre Nuestro y pensé que era una guerra absurda. Tuve un compañero que murió de desnutrición y otros que se pegaron tiros en los pies ante la desesperación para que los sacaran de allí. Esa casa y el pulóver fueron cruciales para mí alma porque sentí una protección hacia mi dignidad humana que había perdido.
Me saqué el uniforme empapado de haber cruzado el río como quien se saca un lastre. Me puse el pulóver, unas medias de lana y una bufanda. Ahí sentí que me volvió el alma al cuerpo. Me comí esos dos panes de manteca, tragué azúcar y me llevé una caja de fósforos. Cuando me estaba yendo, miré por última vez las ventanas que tenían una vista alucinante a las sierras y al río, como ajenos a la guerra. En eso vi unas fotos de unos chicos en la pared, hijos del matrimonio dueño de la casa, y pensé que tendrían casi mi edad en ese entonces. Ahí estaba yo, viendo esa foto con mi pulóver azul y me dije a mí mismo que iba a volver algún día para hablar con esos chicos.
Mi compañero era de Córdoba, Roberto Maldonado. No sé qué hacía ahí un cordobés en el regimiento séptimo de La Plata. Una de las tantas locuras del Ejército. Él me esperaba desesperado porque no volvía. Y cuando me vio aparecer se le iluminó la cara, me abrazó y sintió mi pulóver perfumado. Prendimos unas velas y por unos momentos ese pozo congelado y maloliente se transformó en una fiesta porque teníamos luz y manteca y azúcar para comer. A los días siguientes vomitamos porque comer manteca sola no se puede.
A los 19 años cuando estaba ahí, yo ya proyectaba que iba a volver. Lo terminé haciendo en el marco de un documental italiano que filmamos en 2006 que se llama “La mano de Dios”. Volví con mi pulóver en un bolsito. Y cuando accedí por primera vez a Sharon, me recibió tensa, pero cuando le expliqué el contexto entendió. El pulóver era de su papá, quien había fallecido a causa del estrés luego de la guerra. Tomé unos mates con ella, lloramos juntos y cuando me estuve yendo, vi a un isleño en el camino, John, que me dijo: “Sentite orgulloso, Miguel, estás construyendo puentes”.
Yo soy un fiel convencido de que hay que construir menos paredes y más puentes en todos los niveles. Creo que no hay que aflojarle al reclamo justo y soberano vía Naciones Unidas pero al mismo tiempo, las personas comunes podemos ir tendiendo puentes. Los isleños no son nuestros enemigos, ellos nos conocen. Si recuperamos la soberanía algún día, será con los isleños y respetando su cultura.